Hemos hablado en muchas ocasiones de la importancia del ahorro. Para algunas personas resulta complicado adquirir este hábito financiero, ya que la tendencia natural es hacia el consumo. Es esencial entender que la gestión de la economía personal es algo que depende en buena medida de nosotros mismos; o dicho de otra manera, lo que para algunos serían unos ingresos muy elevados, a otros apenas les llegan para terminar el mes.
La economía racional
A la hora de organizar las finanzas, una de las claves es establecer un presupuesto. Cuando hacemos este ejercicio de análisis nos obligamos a realizar una reflexión en profundidad sobre nuestra economía, lo cual es, sin duda, muy útil.
Una de las proposiciones en las que se ha basado tradicionalmente la ciencia económica es la toma racional de decisiones. Bajo esta premisa, se supone que las personas basamos nuestras elecciones en un cálculo que realizamos sobre costes y beneficios (incluso futuros), intentando predecir de alguna manera las consecuencias de nuestras acciones, y a partir de esas estimaciones tomamos una decisión. Es posible que, en general, nos sirva como aproximación a la realidad, pero no es una ciencia exacta, ni mucho menos.
Podríamos decir que «la mayoría de las personas elegirán esta opción en estas condiciones determinadas», pero cada persona es un mundo y existen miles de condicionantes que afectan a sus decisiones. No todos tenemos en cuenta las mismas variables, ni disponemos del mismo tiempo para analizarlas; no poseemos información perfecta, ni tenemos los mismos gustos, valores o formación. Únicamente resulta posible generalizar, predecir tendencias o establecer, con carácter general, alguna relación causa-efecto.
La gestión consciente de la economía
Si realizásemos un análisis de nosotros mismos, descubriríamos que muchas de nuestras decisiones no son totalmente racionales, sino que algunas provienen de percepciones equivocadas, otras son tomadas inconscientemente (si quisiéramos explicarlas, no sabríamos muy bien por qué las hemos tomado) y otras son inducidas externamente, bien por campañas de marketing o bien por algún condicionamiento social (cuando compramos algo por envidia o por demostración de estatus, por ejemplo).
Es posible que muchas de estas decisiones tratemos de justificarlas a posteriori. Aunque consigamos hacerlo y «cargarnos de razón», ello no implica que hayamos sido totalmente racionales, que hayamos hecho nuestra mejor elección coste/beneficio (antes al contrario, en muchas ocasiones estamos bastante lejos de ella). Esto puede ser especialmente cierto cuando la mejor opción sea «no elegir nada». Cuando sentimos una necesidad, lo primero que deberíamos preguntarnos no es cómo satisfacerla, sino si realmente nos hace falta. No elegir es una posibilidad que hay que considerar siempre, y en muchos casos será la más racional.
En ocasiones, vamos conduciendo y entramos en un estado en el que no estamos totalmente atentos a lo que hacemos (normalmente en trayectos que conocemos, por hacerlos habitualmente, o en vías monótonas, como las autopistas y autovías). De repente, en algún momento nos damos cuenta de esta situación, especialmente cuando nuestro «piloto automático» nos advierte de un peligro, y entramos nuevamente en el modo consciente. No lo hacemos a propósito y sin embargo, sucede.
Ahora, pensemos un momento en cómo actúa un profesional, por ejemplo, un piloto de Fórmula 1. Es capaz de visualizar cada palmo del circuito en el que va a correr, dónde frenar, a qué velocidad ir, por dónde trazar. Y sin embargo, nunca se le ocurriría competir «en modo automático», sino que está totalmente concentrado en lo que hace.
De la misma manera, aunque las decisiones económicas que tomamos a nivel inconsciente no son malas ni «poco racionales» en sí mismas, posiblemente tampoco sean óptimas. En la gestión de nuestra economía deberíamos ser totalmente conscientes de las decisiones que tomamos, especialmente cuanta más importancia tengan.
El poder de la elección
Tal y como relata Daniel Goleman en su libro La inteligencia emocional, en un conocido estudio llevado a cabo por la Universidad de Stanford, el investigador hizo a unos niños de cuatro años la siguiente propuesta: «ahora debo marcharme y regresaré en unos veinte minutos. Si lo deseas, puedes tomar una golosina, pero si esperas a que vuelva, te daré dos».
Varios de los infantes fueron capaces de esperar durante un buen rato hasta que volvió el experimentador, controlando sus impulsos de diferentes maneras (tapándose los ojos, cantando, jugando, etcétera), mientras que otros no pudieron contenerse y cogieron el dulce a los pocos segundos.
La investigación continuó a lo largo del tiempo. Los niños que a los cuatro años se habían resistido a la tentación eran adolescentes más competentes, emprendedores y seguros de sí mismos, mientras que los que sucumbieron a sus impulsos eran más indecisos, testarudos, celosos y propensos a enzarzarse en discusiones y peleas. Posteriormente, los del primer grupo también obtuvieron notas significativamente superiores en sus exámenes de acceso a la Universidad. Al llegar a la edad adulta se observó que en el ámbito laboral también obtenían mejores resultados.
Este ejemplo tiene un claro paralelismo con el ahorro y el endeudamiento; recordemos que ambos sirven para adaptar nuestro consumo a nuestros ingresos, pero en el caso del endeudamiento, estamos anticipando el disfrute (y tendremos un coste por ello), mientras que al ahorrar, estamos difiriendo nuestra capacidad de consumir en el presente para mejorar el futuro.