Desde que despertamos hasta que vamos a dormir, cada día empleamos todo nuestro tiempo a la realización consecutiva de tareas. Determinar objetivamente la prioridad de cada tarea es imprescindible para una vida ordenada, en la que seamos productivos y, a la vez, haya cabida para ocio y descanso. En cambio, procrastinar dificulta cualquier agenda y nos vuelve ineficientes.
No hace tanto tiempo que escuchaste por primera vez la palabra procrastinar. Puede que hasta entonces nunca te lo hubieses planteado, pero gran parte de tu desidia diaria se debe a esta acción, a ese desorden semiconsciente por el que a veces te dejas llevar.
Procede del latín, procrastināre, y no es para nada nueva. A todos nos resulta familiar el dicho “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Pero es que hasta Cicerón, un siglo antes de Cristo, ya consideraba que la procrastinación era una verdadera lacra: «in rebus gerendis tarditas et procrastinatio odiosae sunt«, que en castellano se asemeja a “en la ejecución de tareas, la lentitud y la procrastinación son odiosas”.
Yo procrastino, tú procrastinas, él procrastina
Según la RAE, procrastinar significa diferir o aplazar. Pero, como veremos a continuación, no son su mero sinónimo. Porque detrás de ese diferimiento o aplazamiento hay cuestiones psicológicas que pueden desembocar en enfermedad. Sin entrar en excesivos detalles, plantearemos la justificación neuropsicológica:
Los instintos del ser humano forman parte del sistema límbico. No es más que el conjunto de estructuras del sistema nervioso que controlan las respuestas a ciertos estímulos, los primarios, los relacionados con nuestra supervivencia (hambre, emociones, etc.). Para ajustar esos instintos, el sistema límbico se vale de la dopamina, el neurotransmisor (mensajero químico) responsable de que el ser humano sienta felicidad.
Felicidad que también se produce cuando intercambiamos la realización de una tarea desagradable por otra más apetecible. Es decir, dar prioridad a tareas menos tediosas, más fáciles de realizar, libera dopamina y produce cierto placer. Así visto, procrastinar tiene su razón de ser. El problema viene al sucumbir a la procrastinación, cuando ésta se vuelve crónica y destroza cualquier horario o agenda: una desorganización constante donde las tareas se entremezclan, los tiempos no se cumplen y nos invade un profundo desasosiego por no ser capaz de cumplir objetivos.
No es tan extremo considerar la procrastinación una patología, porque no es tan difícil entrar en un bucle donde el cúmulo de tareas inacabadas y la frustración llevan a un punto en el que seguir procrastinando es la única forma de obtener “minutos de dopamina” (mientras se realiza esa otra tarea). Pero implica seguir incumpliendo plazos, postergando más y más tareas; la sensación de desasosiego se vuelve crónica y conlleva una vida desordenada donde el estrés es el inevitable compañero.
Procrastinar: menor productividad
Todos los aspectos del día a día son susceptibles de ser procrastinados: las tareas domésticas y las del puesto de trabajo. Procrastinar implica posponer aquellas que son menos agradables, porque son aburridas, requieren mayor concentración, mayor tiempo de ejecución, mover más recursos; o simplemente, porque son más complicadas.
A ese rechazo por una determinada tarea se une el factor tiempo: cuándo es el plazo de entrega. Las tareas con fecha de entrega indefinida, suelen ser las más procrastinadas.
España está a la cola de la Unión Europea en niveles de productividad laboral. En un estudio reciente, Sage estima que la baja productividad en el trabajo tiene un impacto negativo a nivel mundial de unos 500.000 millones cada año. Concretamente, de los doce países sometidos a examen, en España es donde más tiempo se pierde en el puesto de trabajo, lo que representa unas pérdidas de 35.000 millones al año. Sage apunta a la escasa inversión española en I+D+i, de solo el 1,2% del PIB, muy inferior al 2% alcanzado por otros países europeos.
En Estados Unidos otro estudio, en este caso realizado por la consultora Proudfoot, apuntaba a un sobrecoste de 33 días al año por cada trabajador improductivo. Lógicamente hay múltiples causas que justifican el tiempo perdido en el trabajo, pero una de ellas es indiscutiblemente la procrastinación de algunos trabajadores.
Procrastinar: menor capacidad para ahorrar
Dejar pasar los días sin fijar los objetivos de ahorro a corto y largo plazo también es procrastinar. Y es igualmente muy dañino, aunque en este caso para las finanzas personales y para las del hogar.
Es tan cómodo como irresponsable dedicar más de ocho horas al trabajo (y otras cuantas atareados en casa) para gastar todo sin control y acabar recurriendo a créditos innecesarios. ¿No sería más fácil tener una visión global de nuestra cuenta corriente, qué ingresamos cada mes y cuánto gastamos, sin olvidar los posibles ingresos y gastos extraordinarios? Suena sencillo y fácil de llevar a cabo, pero lo primero que se necesita es determinación y no procrastinar las decisiones financieras.
Procrastinar el control financiero pronto puede desembocar en el desastre económico del hogar. Y todo empieza por posponer el momento de sentarse delante de las cuentas del banco para establecer qué porcentaje de ahorro debemos cumplir cada mes (por ejemplo, lograr un 10 o 20% de los ingresos) y un objetivo de ahorro (cambiar electrodomésticos, para algún imprevisto, para los estudios de los hijos, etc.)
Igual de inconsciente es procrastinar la búsqueda de un producto de inversión que nos permita (al menos) mantener el poder adquisitivo de nuestros ahorros. De nada sirve tirar balones fuera excusándose en que los depósitos ya no dan nada; cuando existen otras formas de invertir, donde asumiendo un determinado riesgo es probable obtener una rentabilidad. Procrastinar la inversión o dejar quietos los ahorros por miedo a perderlos es una falacia: el dinero en la cuenta corriente, con el paso de los años, vale menos. Mientras el dinero está ahí estancado al 0%, todo lo que puede comprar ese dinero sigue subiendo de precio, como efecto irremediable de la inflación.